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Un diálogo a calzón quita’o


La cita fue a las 2:30 de la mañana en la Plaza de Bolívar como lo decía el correo electrónico que me enviaron confirmándome que haría parte de lo que llamaron “la instalación de Spencer Tunick en Bogotá”. Claramente decía el correo que llegara lo más puntual posible; si llegaba 15 minutos tarde ya no me dejarían entrar y que por favor mantuviera en total reserva el lugar del encuentro.

Llegue a hacer la fila que para esa hora ya superaba varias cuadras a la redonda del Palacio de Justicia. Dude un poco en que pudiera entrar porque no llevaba impresa una autorización que le permite al fotógrafo hacer uso de las fotografías en cualquier escenario o publicarlas en un libro. Seguí caminando por la acera buscando el final de la fila y de inmediato me di cuenta que se había logrado esa hermeticidad que pedía el fotógrafo sobre no revelar el lugar del encuentro porque no había un solo vendedor de tinto o aromática que pudiera calmar esa sensación de frío que para esa hora, con un cielo totalmente despejado, ya empezaba a pegar duro. Me preocupaba estar entre los últimos de la fila y no lograr entrar, justo en ese instante alguien me llamo por mi nombre, era un conocido del cual no revelaré su identidad, me dijo que me hiciera con él en la fila.

Al llegar al filtro que nos permitió ingresar a la Plaza de Bolívar me pidieron el documento que tenía que haber llevado pero solo tenía mi cédula, así que me dijo el joven de logística que me hiciera a un lado y que ya ahora me decía que debía hacer. En un descuido del joven logré pasar la valla y en ese momento aparece un señor corpulento como de dos metros de alto, con un caminado un poco torpe hablando en inglés dando instrucciones (después supe que era el fotógrafo), e inmediatamente el joven de logística que no me había permitido ingresar dijo en español que Spencer había dicho que no entraran más personas. Me dio mucho alivio saber que era el último que había ingresado. Hice el registro de mi documento de identidad, me dieron una copia del documento que no había llevado, lo firme y me entregaron una bolsa para guardar mi ropa. Al lado mío se estaban registrando dos mexicanas y una española. Me pregunté si ellas no habían tenido la oportunidad de empelotarse cuando Spencer tomo sus fotografías en esos países y aprovecharon el evento en Bogotá, que entre otras cosas no tenia antecedente alguno en la historia del país. Ahora ya no había vuelta atrás. Ya estaba en la Plaza de Bolívar y el ambiente era de expectativa. Lo que venía después quedará como una de las grandes anécdotas de mi vida.

La Plaza de Bolívar estaba oscura y como telón de fondo había unos potentes reflectores ubicados en la esquina de la Casa del Florero sobre la carrera séptima y en la esquina del Palacio de Justicia sobre la carrera octava; cada uno alumbrando a los dos grupos de personas que se agolpaban esperando instrucciones. El cielo estaba totalmente despejado y se alcanzaban a ver algunas estrellas, sin embargo, ya no se sentía tanto frío como cuando llegué y se auguraba un cielo totalmente azul para el amanecer. El perímetro de la plaza estaba encerrado, lo único que se veía era unas tablas distribuidas en todo el piso. Empezaron las primeras instrucciones en inglés y después una persona con acento mejicano repetía en español. El eco por momentos no permitía que se escuchara nada, así que lo único que se podía hacer era seguir a las personas. Empezó un ir y venir; unos pasos adelante, luego de vuelta hacia atrás. Párese, siéntese, arriba, abajo. Spencer dijo que necesitaba hacer encuadres y que por eso nos pedía que nos moviéramos, estaba esperando los primeros rayos de sol para darnos la instrucción de quitarnos la ropa y empezar a tomar fotos. Después dijo que en ese momento éramos los más valientes de este país y la gente empezó a gritar y aplaudir. Le pregunte a mi amigo si pensaba lo mismo que el fotógrafo o que si al igual que yo, él pensaba que los valientes eran los indígenas y campesinos que estaban en las carreteras en pleno paro agrario y que para ese día ya había cobrado la vida de tres indígenas y la retención de cientos por parte de la policía. Mi amigo compartía mi opinión.

No creo que empelotarse en una plaza pública con una temperatura que bordeaba los siete grados fuera tanto como un acto de valentía, pero sí creo que hay un acto de protesta y rebeldía de por medio. Después de los aplausos por lo que acababa de decir Spencer, vino un largo periodo de inactividad. La gente comenzó a sentarse en los adoquines de la carrera séptima y otros más afortunados que iban con sus parejas, se acostaron, se abrazaron y se durmieron. Muchos habían pasado de largo sin dormir, incluido yo, y ya el cansancio se hacía presente. Solo esperábamos la instrucción más importante: quítense la ropa.

Los primeros rayos de sol salieron antes de las 6 de la mañana. Es muy agradable ver el amanecer en Bogotá porque la luz va bordeando los cerros orientales y de repente entre las montañas aparece el sol que alumbra la ciudad, en mañanas como estas totalmente azules, con un brillo incandescente.

Spencer dijo que estaba esperando que el sol apareciera totalmente para poder comenzar y que mientras eso pasaba podíamos ir quitándonos la ropa. En ese instante corrí al baño para evitar que mis esfínteres me jugaran una mala pasada durante la sesión de fotos. Cuando volví del baño mi amigo ya no se encontraba en el lugar en el que estuvimos por casi tres horas. Desapareció de repente y entonces estaba solo, no conocía a nadie.

Ya todos estaban sin ropa y yo me la quite rápido, la guarde en la bolsa y camine hacia el centro de la Plaza de Bolívar, muy cerca a la estatua del Libertador. Creo que Bolívar nunca había estado rodeado de tantos culos desnudos, ni siquiera cuando atravesó los Andes con esclavos negros e indios despojados de sus harapos. Me dije, esto era lo que le faltaba a Bolívar, hacer parte de un evento sin precedentes, en su plaza, sus invitados todos al natural, despojados del moralismo que nos ha impuesto una iglesia que no reconoce aún que este país es laico por constitución pero consagrado al sagrado corazón por imposición.

A Bolívar lo han encapuchado en marchas, le han puesto banderas de todos los colores, las palomas se han cagado sobre él, pero que yo recuerde nadie se había subido en sus hombros, desnudo y menos en la plaza pública más importante del país. Por esa plaza ha pasado toda la historia de Colombia, sus glorias y sus tragedias. A esa plaza le faltaba algo que se saliera del libreto y que mejor que un desnudo masivo. En manos del fotógrafo esto es una intervención artística en un espacio público. Pero yo lo sentí y lo viví como una protesta más; solo que esta vez no pronunciamos palabra alguna sino que dejamos que el cuerpo hablara por nosotros. Todavía no creía lo que estaba ocurriendo. Estábamos desnudos en medio de los edificios más importantes del país: Al sur el Congreso de la República, al norte el Palacio de Justicia, al oriente la Catedral Primada y al occidente la Alcaldía de Bogotá. Sentí que eso que estaba ocurriendo en ese momento era una victoria frente a la represión que ha querido imponer el procurador Ordoñez, que castiga con su dedo inquisidor a todo aquel que no actué conforme a la doctrina de la ley de Dios.

Seguramente estaba desde su oficina en el último piso de la procuraduría donde hay una buena vista de la Plaza de Bolívar con sus binoculares observando que funcionario estaba desnudo para sancionarlo.

El fotógrafo desde la tarima que está a las afueras del Palacio de Justicia empezó a dar órdenes para iniciar lo que sería, como lo registraron los medios de comunicación, el desnudo más grande que ha tenido Spencer en Suramérica.

Spencer pidió que una persona se subiera en cada una de las cien tablas que estaban en el piso y que otras más las sostuvieran. Es así como habíamos un poco más de seis mil personas estáticas en la plaza y otros cien que sobresalían. Entre tanta gente que estaba arriba de esas tablas se destacaban dos personas: una mujer y un hombre de avanzada edad que sin importar el frio y los casi tres metros que los separaba del suelo, posaron cómodamente para la foto. Es como si toda la vida hubieran esperado algo así. La gente los aplaudía y ellos sonrientes hacían todo tipo de poses.

Estando ahí desnudo en medio de tanta gente uno empieza a darse cuenta que si hay algo que de verdad nos hace a todos iguales por un instante es el estar desnudos totalmente. Ahí no hay apariencias de nada. El que viste ropa de marca no se distingue del que usa ropa sin etiqueta. Altos, bajos, gordos y flacos, jóvenes y viejos. Nos despojamos de prejuicios, dejamos a un lado la vergüenza de estar desnudos frente a un desconocido para pasar a la euforia de sentirnos libres, sin ataduras, sin etiquetas. El qué dirán era para los de afuera de la plaza, porque para los que estábamos adentro era una cuestión que rápidamente la tomamos con naturalidad.

El fotógrafo dio instrucciones que las mujeres se sentaran en las escaleras del edificio del Congreso. Nunca olvidare esa imagen. Se veían todas bellas sentadas cruzando la pierna. Era algo simbólico. Miles de mujeres desnudas en frente del edificio que en años recientes ha dado duras batallas por alcanzar cierto grado de equidad con la aprobación del matrimonio igualitario, por ejemplo, o con la opción de abortar en casos específicos. En un recinto donde la equidad de género no se ve por ningún lado, por fin las mujeres se habían tomado el Congreso.

A los hombres nos pidieron que entráramos a la calle décima, donde está ubicado el Colegio de San Bartolomé, el Teatro Colón, la Cancillería y algunos museos. Es sin duda una de las calles mejor conservadas que tiene La Candelaria. Nos pidieron que camináramos hasta lo más alto de la calle. Éramos tantos hombres que la cabeza de la fila llegó hasta la avenida circunvalar en el barrio Egipto y la cadena humana terminaba en la Plaza de Bolívar. Los habitantes de los edificios se asomaban e impávidos veían a miles de hombres caminar por la calle desnudos. Algunos desde sus ventanas se aventuraron a tomar fotografías, otros simplemente se ocultaban tras sus ventanas. Paradójicamente esta vez los tímidos eran los que estaban vestidos. Una mujer que se asomó a uno de los balcones no se quiso quedar atrás, y en el momento menos esperado se levanto su blusa, mostró sus senos, nos saludó, tomó algunas fotos y se volvió a meter a su habitación. Gritamos, aplaudimos, invitamos a la gente a que saliera a sus ventanas y que también se desnudarán.

El momento más duro fue cuando nos pidieron que nos acostáramos en el adoquín. Ya para ese instante el frio hacia de las suyas y todos estábamos temblando y el crujir de los dientes se incrementó estando acostados. El equipo de trabajo del fotógrafo corría de arriba abajo por toda la calle, dando instrucciones, pidiendo que no nos moviéramos y que no sonriéramos. Algunos se trasladaron a la calle once donde queda el Centro Cultural Gabriel García Márquez y aprovechando la majestuosa obra arquitectónica que nos dejó el maestro Rogelio Salmona, el fotógrafo utilizó el techo para que la gente subiera a él y desde allí y tomó algunas fotos.

Nos pidieron que bajáramos de nuevo a la Plaza de Bolívar y en el camino la gente en broma pedía que repartieran los cinco mil tintos, hicimos la ola, algunos gritaban que eran espartanos, al mejor estilo de la Grecia Antigua. A mitad de camino nos encontramos con Spencer encima de una grúa y todos lo aplaudieron y él en ingles decía gracias. Eso se había convertido en una conversación al mejor estilo de los turistas que pasean a diario por la candelaria pero esta vez desnudos. Se nos olvidaba por momentos que no teníamos ropa, porque la mente rápidamente se acostumbra a las circunstancias y nos recuerda que fue así como empezamos a andar por este mundo, fue así como nacimos y por eso mente y cuerpo empezaron a actuar con total naturalidad.

Llegamos a la Plaza de Bolívar y nos dijeron que ya podíamos vestirnos, pero en ese instante cuando comenzó lo que para mí fue lo mejor de toda la jornada. Fuera del foco de los profesionales la gente aún desnuda empezó a sacar de sus bolsas sus celulares y cada uno tomo su foto personal, esa que iba a pasar a la posteridad. Era la evidencia que estuvo en un evento histórico y sin precedentes en el país. Rápidamente unos se fueron a las escaleras del edificio del Congreso y allí hombres tomados de la mano se besaron posando desnudos y la gente tomaba fotos. Lo mismo hicieron las mujeres y después parejas heterosexuales. Era una forma de protesta. Era rebeldía hecha estética. Andar desnudos por la calle se considera acá una contravención y es objeto de sanción y arresto, pero la policía no podía hacer nada aún cuando el evento ya había acabado y estaban custodiando el Congreso. Se fueron uniendo más personas en las escaleras y se tomaron todos de la mano haciendo fila y como telón de fondo esas imponentes columnas del Congreso que les había negado por años a la gente del mismo sexo casarse. Algunos fueron más allá y se pararon de cabeza y abrieron sus piernas con sus genitales en dirección al Congreso. Era una forma de burla a la que es considerada la institución más corrupta de este país. Siempre han legislado a espaldas del pueblo y por fin ese día la gente se paró a decir que si somos de carne y hueso y que nos tiene que tener en cuenta.

Otro grupo se fue hasta la estatua de Simón Bolívar y nadie se quería perder la foto con el Libertador. Es otro gran momento para la historia. A Bolívar le debemos nuestra libertad pero lo tenemos empolvado en los libros de historia. Nunca se le ha dado el lugar que se merece y permanece inmóvil en miles de plazas que llevan su nombre en todo el país. Ese día todo mundo faranduleó con Bolívar, nadie sabe quién es y qué hizo pero eso si todos querían la foto desnudo con Bolívar. No sé si la foto la querían porque inspira respeto o porque lo ven como parte del Jet Set criollo.

Nadie quería vestirse, algunos decidieron sentarse haciendo un círculo y estirando las manos hacia el cielo recibiendo los rayos del sol de la mañana. Ya me sentía yo en Woodstock en un concierto de Jimmy Hendrix cantando y saltando desnudo. Todo eso acabo cuando los de logística, ya presionados por la policía, casi que a regañadientes pidieron que se vistieran. De nuevo nos volvimos a arropar con el manto de la “moralidad y las buenas costumbres”. Veinte minutos después que termino el evento ya era cuestión de mala educación caminar desnudo por la calle. Perdimos la gracia y la diversidad que paradójicamente no nos la da la forma tan diferente en que nos vestimos sino lo distintos que nos vemos sin la ropa.

Salí de la Plaza de Bolívar llevándome un muy buen recuerdo de aquel día en que por un instante me sentí verdaderamente libre. Lo único que nos pertenece en la vida es el cuerpo y es con lo único que podemos decidir qué hacer. Siento que si este ejercicio de despojarnos de nuestra ropa con más gente lo realizáramos más seguido, aprenderíamos a respetarnos los unos a los otros. Pese a las profundas diferencias que tengamos no somos más que carne y huesos transitando brevemente por este mundo. Y termino con una frase de Benito Juárez que lo resume todo, “Entre los individuos, como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz”.


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